
En el debate sobre la estabilidad financiera se repite una paradoja: los bancos acusan a los no bancos de ser peligrosos, cuando en realidad son ellos los que han causado las grandes crisis del último siglo.
La regulación no debe seguir el consejo de las entidades tradicionales, sino distinguir sus amenazas
En el debate sobre la estabilidad financiera se repite una paradoja: los bancos acusan a los no bancos de ser peligrosos, cuando en realidad son ellos los que han causado las grandes crisis del último siglo.
En los últimos años ha crecido con fuerza el peso de los llamados no bancos –conocidos en inglés como shadow banks o NBFIs–dentro del sistema financiero. Son fondos de inversión, compañías de seguros, plataformas de crédito privado o de titulización, y otras entidades que realizan actividades que antes eran dominio casi exclusivo de la banca tradicional. Su expansión ha restado negocio a los bancos, que han reaccionado advirtiendo sobre los supuestos peligros de estos nuevos competidores. Ese discurso ha calado incluso en organismos internacionales y académicos. Pero conviene analizar con cuidado qué tipo de peligro presenta cada uno.
Es cierto que los no bancos pueden ser peligrosos. Al igual que los bancos, asumen riesgos: prestan dinero, compran bonos o conceden créditos directos, y pueden sufrir pérdidas si los prestatarios no pagan o si los mercados se hunden. Cuando eso ocurre, sus inversores pueden perder dinero. Pero el daño queda limitado: afecta a quienes decidieron asumir ese riesgo, no al conjunto de la sociedad.
En ese sentido, los no bancos se parecen a otros instrumentos financieros como las acciones o los bonos. Una caída bursátil o una subida de tipos de interés puede destruir riqueza, pero solo perjudica a quienes estaban invertidos en esos activos. El riesgo, por tanto, está contenido: quien lo toma, lo asume.
El peligro de los bancos es de otra naturaleza. Si un banco entra en crisis, no solo pierden sus accionistas o acreedores: se pone en riesgo el sistema de pagos, el corazón operativo de toda la economía. Si un banco no puede devolver el dinero a sus depositantes, estos quedan paralizados: no pueden pagar ni cobrar, y la desconfianza se propaga al resto del sistema. Por eso las crisis bancarias no son simples crisis empresariales, sino crisis del sistema.
En los últimos cien años se han registrado más de 150 crisis bancarias nacionales y dos crisis financieras globales. Cada vez que eso ocurre, los Estados tienen que intervenir para evitar el colapso del mecanismo de pagos. Para hacerlo, han otorgado a los bancos protecciones y privilegios: garantía de depósitos, acceso a liquidez del banco central, rescates públicos, normas de capital y liquidez, y toda una red de seguridad que intenta impedir que la fragilidad bancaria contagie a la economía real.
El discurso de los bancos es que, dado que los no bancos también asumen riesgos, los reguladores deberían imponerles las mismas normas y restricciones. Pero esa estrategia tendría un efecto perverso: frenar la innovación que están introduciendo los nuevos intermediarios financieros y que está transformando el sistema de pagos y la financiación. No se trata de proteger a los no bancos, sino de entender que los riesgos que asumen son distintos y, por tanto, deben regularse de forma distinta.
La regulación debe distinguir con claridad los peligros de unos y otros. Los no bancos pueden quebrar, pero su riesgo recae exclusivamente sobre quienes decidieron invertir en ellos. El Estado no debe rescatarlos ni imponerles normas diseñadas para los bancos. Su papel debe limitarse a exigir transparencia, auditorías independientes y folletos claros que permitan a los inversores conocer los riesgos que asumen. Igual que ocurre con las empresas que emiten acciones o bonos: el Estado protege a los inversores frente a fraudes o engaños, pero no decide qué riesgos pueden o no correr.
Con los bancos sucede lo contrario. La regulación debe impedir que adopten los riesgos propios de los no bancos, porque cuando lo hacen –invirtiendo, por ejemplo, en fondos de crédito privado o titulizaciones complejas– esos riesgos acaban trasladándose al sistema público de protección. Si no se cortan esas conexiones, las crisis de los no bancos acabarán convirtiéndose en crisis bancarias que el Estado tendrá que rescatar con dinero de los contribuyentes.
El Fondo Monetario Internacional acaba de publicar un informe que ilustra bien este peligro. Según el FMI, los no bancos dependen cada vez más de los bancos para financiarse. En Estados Unidos y Europa, los préstamos de bancos a no bancos equivalen en promedio al 9 % de las carteras de crédito bancarias –unos 4,5 billones de dólares, de los cuales 2,6 billones son préstamos directos–. En EE UU, casi la mitad de los bancos analizados tienen exposiciones a no bancos superiores a su capital Tier 1. En Europa, algunas grandes entidades han aumentado en un 59 % su exposición al crédito privado en apenas un año.
El FMI advierte que este tipo de interdependencia amplifica los riesgos. Es decir, un shock que se origina fuera de la banca podría acabar requiriendo rescates dentro de ella.
Por eso la regulación no debe seguir el consejo de los bancos, sino distinguir sus peligros. La de los no bancos debe dejarles asumir riesgos bajo reglas de transparencia, sin rescates ni protecciones especiales. La de los bancos debe impedir que se conecten con los no bancos o que imiten sus estrategias de riesgo. Solo así se evitará que la innovación financiera acabe convertida en un nuevo canal de contagio.
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