El año que termina ha sido, sin exagerar, de los más intensos en este siglo para la política monetaria. Tras el shock inflacionario posterior a la pandemia, las tensiones geopolíticas y el abrupto endurecimiento de las condiciones financieras iniciado en 2022, el año que ahora termina ha sido testigo de cómo los grandes bancos centrales han intentado pasar del control de la inflación a la gestión de un aterrizaje suave. En ambos lados del Atlántico, la inflación ha seguido una senda descendente, aunque con matices importantes. En Estados Unidos, la desinflación ha estado apoyada en un mercado laboral todavía robusto y en una economía que ha sorprendido por su capacidad de resiliencia. En la zona euro, el proceso ha sido más irregular, con diferencias notables entre países y con un crecimiento económico claramente más débil. Esta divergencia explica tanto las decisiones de política monetaria como el tono de comunicación de ambos bancos centrales.
El reto para 2026 será no cometer errores en un entorno más frágil, con menos margen de maniobra y con riesgos geopolíticos y financieros latentes
El año que termina ha sido, sin exagerar, de los más intensos en este siglo para la política monetaria. Tras el shock inflacionario posterior a la pandemia, las tensiones geopolíticas y el abrupto endurecimiento de las condiciones financieras iniciado en 2022, el año que ahora termina ha sido testigo de cómo los grandes bancos centrales han intentado pasar del control de la inflación a la gestión de un aterrizaje suave. En ambos lados del Atlántico, la inflación ha seguido una senda descendente, aunque con matices importantes. En Estados Unidos, la desinflación ha estado apoyada en un mercado laboral todavía robusto y en una economía que ha sorprendido por su capacidad de resiliencia. En la zona euro, el proceso ha sido más irregular, con diferencias notables entre países y con un crecimiento económico claramente más débil. Esta divergencia explica tanto las decisiones de política monetaria como el tono de comunicación de ambos bancos centrales.
La Fed ha afrontado 2025 desde una posición relativamente cómoda de su economía pero con numerosas tensiones políticas con la administración norteamericana. Tras alcanzar el tipo de interés más alto en más de veinte años, el debate ya no giró en torno a si era necesario seguir subiendo tipos, sino sobre cuándo y a qué ritmo comenzar a relajarlos. El banco central estadounidense ha optado por una estrategia prudente, consciente de que un giro demasiado rápido podría reavivar las presiones inflacionistas, pero también, tras numerosos encontronazos con la Administración Trump, de que mantener una política excesivamente restrictiva demasiado tiempo podría acabar dañando innecesariamente el crecimiento.
El resultado ha sido una política monetaria que sigue siendo restrictiva, pero con un claro sesgo hacia la normalización. En el caso del BCE, el contexto ha sido más complejo. La economía de la zona euro ha mostrado mayores señales de debilidad, con Alemania incluso coqueteando con la recesión hace unos trimestres y con un sur de Europa que ha resistido mejor, apoyado en el turismo, en su mayor dependencia de los servicios y en los fondos europeos. A pesar de ello, el BCE ha mantenido un discurso firme contra la inflación, preocupado por la persistencia de las presiones salariales y por el riesgo de dar señales prematuras de relajación. Ha tenido que equilibrar su mandato de estabilidad de precios con la fragmentación financiera y con las tensiones fiscales en algunos Estados miembros, un equilibrio siempre delicado en una unión monetaria incompleta.
La comparación entre la Fed y el BCE vuelve a poner de manifiesto las diferencias estructurales entre ambas economías. Estados Unidos cuenta con un mercado laboral más flexible, una política fiscal más activa y un mercado de capitales profundamente integrado, lo que facilita la transmisión de la política monetaria. La zona euro, por el contrario, sigue adoleciendo de rigideces estructurales, de una menor integración financiera y de una dependencia mayor del crédito bancario. Estas diferencias explican por qué, ante un mismo shock inflacionario, las respuestas y los efectos han sido distintos. Más allá de Washington y Fráncfort, otros bancos centrales también han tenido un papel relevante en 2025. El Banco de Inglaterra ha seguido luchando con una inflación especialmente persistente y una economía débil y con graves problemas estructurales , mientras que los bancos centrales de las economías emergentes, muchos de los cuales se adelantaron al ciclo de subidas, han comenzado a relajar sus políticas antes que las economías avanzadas.
Todo ello ha configurado un mapa monetario global más heterogéneo, en el que la coordinación internacional ha sido limitada. El cierre de 2025 deja, por tanto, un escenario de transición. La gran batalla contra la inflación parece ganada, pero no sin costes. El crecimiento ha sido desigual, la deuda pública sigue en niveles elevados y los mercados financieros se han acostumbrado a convivir con tipos de interés estructuralmente más altos que en la década anterior. Este nuevo entorno obliga a replantear muchas de las certezas que dominaron la era del dinero barato.
Mirando hacia 2026, las perspectivas vuelven a divergir a ambos lados del Atlántico. En la zona euro, el consenso apunta a que el BCE se mantendrá cauteloso y que, tras los ajustes realizados, no habrá nuevas bajadas de tipos en el corto plazo. La prioridad será consolidar la desinflación y evitar errores de política que puedan comprometer la credibilidad del banco central. En todo caso, la política monetaria difícilmente podrá ser el motor de la recuperación. En Estados Unidos, el relevo en la presidencia de la Fed será el momento central del año. Esta elección no es un asunto menor: puede marcar el tono de la política monetaria durante los próximos años y tener implicaciones globales. Un perfil continuista garantizaría previsibilidad y estabilidad, mientras que una figura más politizada o con una visión menos ortodoxa podría introducir incertidumbre en los mercados y en el sistema financiero internacional. En un mundo cada vez más interconectado, las decisiones de la Fed siguen teniendo consecuencias que van mucho más allá de las fronteras estadounidenses.
En definitiva, 2025 ha sido el año en que los bancos centrales han pasado de apagar el incendio inflacionario a gestionar las secuelas. El reto para 2026 será no cometer errores en un entorno más frágil, con menos margen de maniobra y con riesgos geopolíticos y financieros latentes. La política monetaria ya no es la única protagonista, pero sigue siendo una pieza clave del engranaje económico global. Cómo se utilice determinará, en buena medida, el rumbo de los próximos años.
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