Juan Acevedo Fernández descubrió por azar que estaba habitando su propia memoria familiar. Tiene 34 años y vive en la calle Augusto Figueroa, en el centro de Madrid. Un día, buscando un documento para renovar el pasaporte de su abuela, leyó una dirección que le sonó cercana: Gravina 7, piso principal. Era el edificio que veía todos los días al doblar la esquina. Se metió en el catastro municipal, comprobó los datos y se quedó inmóvil. “Dije: ‘Pucha, estoy viviendo a cien metros’. Sin saberlo, volví al punto de partida”, recuerda. Allí, en ese mismo edificio, el 7 de octubre de 1928, había nacido su abuelo Jesús Fernández Merino. Casi un siglo después, su nieto había regresado al lugar donde todo empezó.
Más de un millón de españoles emigraron a América Latina tras la Guerra Civil. Nietos suyos con doble nacionalidad son hoy vecinos de la capital
Juan Acevedo Fernández descubrió por azar que estaba habitando su propia memoria familiar. Tiene 34 años y vive en la calle Augusto Figueroa, en el centro de Madrid. Un día, buscando un documento para renovar el pasaporte de su abuela, leyó una dirección que le sonó cercana: Gravina 7, piso principal. Era el edificio que veía todos los días al doblar la esquina. Se metió en el catastro municipal, comprobó los datos y se quedó inmóvil. “Dije: ‘Pucha, estoy viviendo a cien metros’. Sin saberlo, volví al punto de partida”, recuerda. Allí, en ese mismo edificio, el 7 de octubre de 1928, había nacido su abuelo Jesús Fernández Merino. Casi un siglo después, su nieto había regresado al lugar donde todo empezó.
La historia familiar de los Fernández atraviesa la Guerra Civil, el exilio y la reconstrucción. En 1939, tras la caída de Cataluña, una furgoneta de la Compañía Telefónica Nacional, el germen de lo que hoy es Telefónica, evacuó a varias familias republicanas por la frontera de Portbou, en Girona. El padre de Jesús fue internado en el campo de concentración de Argelès-sur-Mer, mientras el resto de la familia se instalaba en Poitiers, donde el propio Jesús creció bajo la ocupación nazi. En 1950, emigraron a Caracas en un vuelo humanitario. Tres años después, la constructora francesa Campenon Bernard lo envió a Colombia para trabajar en la represa del bajo Anchicayá, en el Valle del Cauca, en el Pacífico colombiano. Se casó, echó raíces y fundó una distribuidora de libros técnicos españoles que se convirtió en referencia. Nunca quiso cambiar de pasaporte. “Decía que si se nacionalizaba, tenía que dejar de ser español, y nunca quiso”, recuerda Juan.
En casa se cenaba tarde, se hablaba con acento madrileño y se bebía vermú. Las sobremesas, los libros y la forma de contar las cosas mantenían vivo el vínculo. “Mi abuelo decía que su lugar perfecto estaba en medio del Atlántico, sin saber si iba o volvía”. En 2016, Acevedo empezó a trabajar en Bogotá para una agencia de comunicación española. Años después, le ofrecieron trasladarse a Madrid: “Mi abuelo siempre quiso volver, pero no pudo, así que cuando surgió la oportunidad, fue un sí rotundo”.
Al llegar, vivió en varias casas, todas cerca de antiguas direcciones familiares: Campoamor, General Pardiñas, Gravina. “No estoy empezando de cero. Estoy continuando una historia”. Acevedo tiene nacionalidad española desde que nació, pero no cree que eso sea lo importante. “Me siento muy latinoamericano y también profundamente español. Cada vez que paso por Gravina, siento que he cerrado algo. Que mi abuelo está ahí, que el exilio no fue en vano. Yo siento que todos hemos hecho un largo camino de vuelta a casa. Y esta vez, lo hemos conseguido”.
Como Acevedo, cada vez más nietos de emigrantes españoles regresan a Madrid completando un ciclo familiar de ida y vuelta. Algunos llegan por trabajo, otros para estudiar, muchos con pasaporte europeo desde la cuna. Otros lo han recuperado recientemente gracias a la Ley de Memoria Democrática, que desde 2022 permite a los descendientes de exiliados obtener la nacionalidad sin necesidad de residir en el país. La migración, como siempre, fluye en ambas direcciones, aunque haya quien insista en olvidarlo.
Solo en Colombia, entre las décadas de 1950 y 1970, se establecieron más de 80.000 españoles, según la Fundación Francisco Largo Caballero, que publicó en 2009 un estudio sobre la emigración española a América Latina. Los españoles huían de la dictadura y de la pobreza de la posguerra y se integraron en sectores industriales, agrícolas y comerciales. En ciudades como Bogotá, Medellín o Barranquilla tejieron redes comunitarias que aún perduran.
En la capital colombiana, por ejemplo, espacios como la Casa de España fueron el corazón cultural del exilio republicano. Algunos hijos de exiliados estudiaron en el Colegio Reyes Católicos, que se rige por el sistema educativo español y hoy forma parte de la red de centros educativos públicos que España tiene en el extranjero. En muchas casas, el recuerdo de la madre patria sobrevivió a través de acentos, recetas y álbumes de fotos. Hoy, más de medio siglo después, los nietos de aquellos migrantes caminan por la capital.
Diana Cid, periodista venezolana de 27 años, vive en Madrid desde hace una década. Tres de sus cuatro abuelos eran españoles. Los paternos, gallegos, emigraron a Caracas en los años cincuenta. Él en 1957; ella en 1960. Eran campesinos y huían del hambre. “Mi abuelo fue uno de esos miles de gallegos que se subieron a un barco buscando trabajo y oportunidades”, cuenta Cid. En Venezuela, el abuelo trabajó en el campo, en la construcción y como conserje. Su abuela fue limpiadora. Nunca regresaron, pero tampoco desconectaron. “Veían televisión española, hablaban de su pueblo y de lo que les costó salir”, dice. Cid creció comiendo cocido gallego a 35 grados de humedad: “Una mañana tocaba arepa y a la siguiente pan gallego con lo que hubiera”. Sus recuerdos están hechos de contrastes. “Mi abuelo se cepilló los dientes por primera vez en Caracas a los 18 años. Mi abuela probó la mantequilla en el barco rumbo a Venezuela”. Fueron migrantes humildes, pero lograron prosperar. Compraron una casa, dieron educación a sus hijos. “Allá construyeron una vida que en España nunca habrían tenido”.
Hoy, Cid camina por la ciudad a la que sus abuelos no volvieron. Llegó con pasaporte español y una certeza: no venía de paso: “Siempre supe que quería quedarme”. La primera vez que visitó Galicia entendió muchas cosas. “Comprendí por qué mi abuelo buscaba tanto el verde en Caracas. Ese paisaje era su refugio”. Para ella, migrar fue también recuperar una memoria prestada.
José Luis Díaz García, ingeniero industrial de 53 años, llegó a Madrid hace catorce. Su historia, como la de muchos, está hecha de oportunidades y raíces. Su pareja era venezolana y él tenía nacionalidad española por su abuelo, nacido en el municipio soriano de Ólvega cuando en vez de Castilla y León todavía se decía Castilla la Vieja. Así lo escribió su abuelo en su diario, que Díaz ha podido leer muchos años después. Este cuenta la historia de un hombre que dejó España en 1923. Primero viajó a Cuba y luego se estableció en Colombia, donde fundó uno de los primeros almacenes de fotografía de Pereira, en el corazón del eje cafetero. Fue el segundo distribuidor de Kodak en el país.
“Migró prácticamente sin dinero y terminó haciendo fortuna. Fue un pionero”, recuerda su nieto. El negocio dejó un archivo gráfico que hoy forma parte de la historia de la ciudad. “Era un hombre de carácter fuerte, muy carismático, que hacía de todo lo que tocaba una oportunidad”, asegura el hispanocolombiano Díaz. Según los datos del INE, en España viven alrededor de 9,3 millones de personas nacidas en el extranjero, de las cuales cuatro millones han nacido en América Latina. De ese total, aproximadamente el 30% han adquirido la nacionalidad española, lo que implica que conservan también la de su país de origen, es decir, tienen doble nacionalidad. Detrás de muchas de estas dobles nacionalidades se ocultan llegadas que en realidad son regresos.
Diáz creció entre garbanzos, sevillanas y la lectura de revistas como ¡Hola!, que llegaban por correo aéreo. “Mi abuelo era monárquico, escuchaba la radio de onda corta y seguía todo lo que pasaba en España”, cuenta Díaz. Esa identidad compartida sobrevivió en los detalles: los nombres de las fincas, los temperamentos familiares, algunas costumbres. Cuando aterrizó por primera vez en Madrid, el nieto no pensaba quedarse, pero lo hizo. “Fue como una revelación. Caminé por Gran Vía y empecé a reconocer cosas que solo había oído contar. Todo tenía sentido”. Décadas después, Díaz volvió a Ólvega e incluso conoció a los nietos de los hermanos de su abuelo. “Siento que tengo una responsabilidad como migrante. Uno representa a su país, pero también a la familia que un día partió sin nada. Mi abuelo fue acogido en América Latina con los brazos abiertos. Ahora que yo estoy aquí, trato de honrar esa historia con trabajo, respeto y memoria”.
Las migraciones son uno de los caramelos favoritos del discurso de odio articulado por la extrema derecha, pero los datos oficiales apuntan a una transformación silenciosa y legítima. En la Comunidad de Madrid viven más de un millón de latinoamericanos, según los últimos datos disponibles del INE. Muchas veces, quienes regresan ni siquiera saben que están pisando el mismo suelo donde empezó todo. Otras, lo buscan a propósito. Pero todos traen consigo una historia, la de las migraciones humanas, tan antigua como la humanidad misma.
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