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15 de marzo de 2025

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El gran olvidado en las consultas: un alcoholismo invisible en España

El alcoholismo es un trastorno grave que debemos detectar cuanto antes para evitar llegar a la consulta con un hígado destrozado y una pregunta: “¿Cómo ha podido pasarme esto a mí?”  

No les descubro América si digo que en España el alcohol está en todas partes. En reuniones familiares, en cenas de empresa, en las comuniones y en los funerales. Es el pegamento social de un país que, paradójicamente, se niega a reconocer sus excesos en el consumo. Pero hay una cuestión que a mí me escuece todavía más: miles de personas con trastorno por consumo de alcohol (AUD, por sus siglas en inglés) acuden a sus centros de salud sin que su problema sea detectado. No porque los síntomas no existan, sino porque el sistema parece no estar preparado para identificarlos.

Según datos recientes publicados en The New England Journal of Medicine (NEJM), el trastorno por consumo de alcohol es un “síndrome crónico, recurrente y de remisión intermitente, que persiste a pesar de los problemas de salud y sociales que genera”. Sin embargo, en las consultas de atención primaria de nuestro país, el alcoholismo sigue siendo el gran ausente. Los protocolos son eficaces cuando se aplican, las pruebas de detección también cuando se utilizan, no obstante, el estigma impide que los pacientes hablemos abiertamente sobre nuestro consumo. No es raro que nos detecten las transaminasas altas —indicativo de que puede haber daño hepático por abuso de alcohol— y simplemente nos digan que bebamos menos.

¿Alguna vez le han contado al médico cuánto beben? No les culpo. Yo tampoco lo hacía. “Solo bebo los fines de semana”, “Solo una caña cuando salgo de trabajar” “Solo alguna borrachera puntual en una boda”. Cualquier excusa es buena para convencerse de que el problema es de los demás. La vergüenza y el miedo al juicio nos pesan demasiado. La realidad es que muchos de nosotros nos sostenemos en un fino equilibrio entre la negación y la resaca.

En este sentido, el Dr. Paul S. Haber, autor del artículo publicado en NEJM, explica: “El estigma que rodea al trastorno por consumo de alcohol es un obstáculo significativo para su identificación y tratamiento. Muchos pacientes ocultan su consumo por miedo a ser estigmatizados por sus propios médicos”. Y aquí volvemos a lo de siempre: nos cuesta ver el problema porque el alcohólico no siempre es el tipo que duerme en un portal con un tetrabrik.

También es la abogada que se bebe media botella de vino después de trabajar, o el padre de familia que no recuerda la última vez que pidió un refresco estando con sus colegas. Piensen por un momento en todos los Don Draper de la vida real: exitosos, funcionales, pero con un problemón que nadie quiere ver.

La ciencia tiene algunas respuestas, pero se usan poco

La medicina ha avanzado lo suficiente como para detectar el abuso de alcohol sin necesidad de someternos al tercer grado. Entre los biomarcadores que destaca el artículo están la γ-glutamil transpeptidasa (γ-GT), una enzima hepática cuyo aumento indica que hay un consumo crónico de alcohol, el fosfatidiletanol (PEth), un tipo de lípido que solo se genera en presencia del etanol y que puede detectar el consumo de alcohol en las últimas semanas, la carbohidrato-deficiente transferrina (CDT), una proteína que se altera por el consumo prolongado de alcohol y que es especialmente útil para identificar a los bebedores crónicos, y los metabolitos no oxidativos como el etil glucuronido (EtG), que pueden evidenciar la presencia de alcohol en el organismo hasta 48 horas después de haberlo consumido.

Lo curioso es que estas pruebas se usan menos de lo que se debería. ¿Por qué? Porque seguimos fiándonos del “yo solo bebo en ocasiones especiales”. Y como ya sabemos, en España cualquier martes puede ser una ocasión especial. “En la mayoría de los casos, los médicos dependen exclusivamente del autoinforme del paciente, lo que genera una gran incertidumbre diagnóstica”, apunta Haber.

¿Saben qué pasa cuando no diagnosticamos el alcoholismo? Que se nos llena el país de gente que muere por enfermedades hepáticas, cáncer y complicaciones cardiovasculares. Según el mismo estudio, el alcohol es responsable de 178.000 muertes anuales en Estados Unidos, el doble que los opioides. En España, la cifra no es mucho mejor, pero como el vino es alimento y cultura, seguimos mirando para otro lado.

Este mismo asunto lo aborda con ingenio la neurocientífica Judith Grisel en su libro Insaciable. Del consumo compulsivo de drogas a la investigación compulsiva de la adicción (Yonki Books, 2025), donde además analiza el impacto del alcohol en el cerebro. “El alcohol frena la actividad neuronal por todo el cerebro, no solo en unas cuantas rutas, lo cual explica los efectos globales de la droga sobre la cognición, la emoción, la memoria y el movimiento”, explica Grisel en el capítulo titulado El gran mazazo: el alcohol.

La investigadora también destaca la paradoja de su normalización: “Las convenciones sociales se maceran en el embriagador néctar del alcohol. Beben en los encuentros, beben en las despedidas, beben para romper el hielo y beben al cerrar un trato”. Grisel escribe en tercera persona porque ella también es adicta recuperada y no consume ningún tipo de droga, incluido el alcohol evidentemente. La autora insiste en que esta omnipresencia social hace muy difícil que reconozcamos el problema y, por supuesto, impide que busquemos ayuda.

Un cambio necesario

El diagnóstico del alcoholismo necesita un cambio drástico. La atención primaria debería aplicar siempre sus protocolos, integrando herramientas como los cuestionarios AUDIT y CAGE para detectar patrones de consumo problemático. Los médicos tendrían que usar biomarcadores en pacientes de riesgo en lugar de fiarse de nuestra palabra —no porque seamos mentirosos, sino porque un síntoma de la adicción es el autoengaño y la negación—. Pero, sobre todo, es urgente que los profesionales de la salud revisen con mucho detalle sus prejuicios. La negación no es solo cosa del paciente adicto, la familia y las parejas, por lo visto, los que deben diagnosticarnos, no terminan de considerar esta opción a no ser que les llegue alguien que cumpla a rajatabla con el estereotipo.

Como dice Grisel: “Si el alcoholismo y otros tipos de drogadicción supusieran hechos aislados, improbables, excepto por algún que otro caso trágico, la cosa sería muy distinta. Sin embargo, ante la abundancia de ejemplos cercanos, resulta extraña esa rotunda negación colectiva”. El alcoholismo no es un vicio, no es cuestión de tener más o menos voluntad para dejar de beber, el alcoholismo es un trastorno grave que debemos detectar cuanto antes para evitarnos llegar a la consulta, dentro de unos años, con un hígado destrozado y una pregunta: “¿Cómo ha podido pasarme esto a mí?”.

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No les descubro América si digo que en España el alcohol está en todas partes. En reuniones familiares, en cenas de empresa, en las comuniones y en los funerales. Es el pegamento social de un país que, paradójicamente, se niega a reconocer sus excesos en el consumo. Pero hay una cuestión que a mí me escuece todavía más: miles de personas con trastorno por consumo de alcohol (AUD, por sus siglas en inglés) acuden a sus centros de salud sin que su problema sea detectado. No porque los síntomas no existan, sino porque el sistema parece no estar preparado para identificarlos.

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