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8 de julio de 2025

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Éter luminífero, radiación… ¿Qué se usaba antes de la cuántica para explicar fenómenos imposibles en la ficción?

No concibo la vida sin obras de ciencia ficción. Desarrollar un mundo con sus propias reglas, física, química, biología y que todo tenga un sentido es hartamente complicado, pero cuando se consigue, es para sentarte lentamente en el sofá, acomodar tu espalda en el respaldo, respirar hondo y murmullar: «Hoy la vida merece absolutamente la pena».

A veces, al inventarse uno sus propias restricciones, se pueden usar conceptos científicos que la comunidad científica aún emplea como elucubraciones o protoexplicaciones, pero oye, es ficción y las reglas las pones tú. Hoy día, por ejemplo, la palabra ‘cuántica’ está a la orden del día. Superpoderes otorgados por partículas cuánticas, viajes interplanetarios por conductos interdimensionales a los que se accede por interacción cuántica u optar a un crédito hipotecario para un piso de periferia de 32 metros cuadrados con un aval cuántico otorgado por dos gluones que te atarán durante 30 años a ellos no es una historia descabellada. Hoy día, casi se podría decir que la cuántica y la ficción van corriendo por el campo cogidas de la mano. Pero ese es el matiz, hoy día.

Casi se podría decir que la cuántica y la ficción van corriendo por el campo cogidas de la mano

Hace más de un siglo, cuando la mecánica cuántica ni se había formulado, otras ideas ocupaban ese papel: el éter luminífero que lo permeaba todo; la electricidad como fuerza casi sobrenatural o la radiactividad como fuente de poderes inimaginables. Incluso antes, la alquimia y los conocimientos prohibidos servían de base para explicar resurrecciones, maldiciones o invenciones imposibles. El ser humano necesita imaginar y aquellas personas con la capacidad de contar historias que nos permitan hacerlo tenían como recurso la ciencia de su actualidad, pero a medida que la frontera de lo conocido se desplaza, los escritores y guionistas renuevan su repertorio de excusas con recursos pseudocientíficos. Y no me parece nada mal mientras se siga asumiendo que es ficción.

La inspiración para este artículo vino, como no, en el momento más inesperado. Estaba viendo la nueva serie de Netflix de Devil May Cry cuando, en un impasse de falta de atención porque tengo un grave problema para centrarme en una única cosa, cogí el móvil para escrollear sin ningún fin. En ese momento me encontré una story del divulgador científico Quantum Fracture, que recientemente había estrenado en YouTube un nuevo vídeo sobre Microsoft y su ‘nuevo avance’ en ordenadores cuánticos, los fermiones de Majorana. Esa story hilaba con otra de la divulgadora científica Andrea Peralta, conocida como Andrea Espin-Orbita, entrevistando a Ramón Aguado, investigador científico en el Instituto de Ciencia de Materiales de Madrid (ICMM-CSIC) hablando también, precisamente, sobre los fermiones de Majorana.

Si a estos acontecimientos le sumamos que alcé la vista a la televisión y en Devil May Cry mencionaron que se había creado un portal interdimensional con no-sé-qué partículas cuánticas para que los demonios pudieran llegar a nuestra realidad, mis siete neuronas y media chocaron los cinco y me pregunté: “Con toda la obsesión que hay por la cuántica para usarlas en ordenadores cuánticos y obras de ficción, ¿qué se usaba antes de descubrirla para intentar razonar fenómenos muy particulares?”.

Cuando la ciencia se juntó con la ficción

La historia de la ciencia ficción está íntimamente ligada a la percepción popular de la ciencia de su tiempo. A finales del siglo XIX, cuando aún no se conocían las partículas subatómicas ni se había refutado la existencia del éter, este último era considerado el medio perfecto para justificar cualquier fenómeno extraño. Así, en novelas como The First Men in the Moon en 1901 de H.G. Wells, una sustancia llamada ‘Cavorite’ anulaba la gravedad al bloquear el éter terrestre. Nadie sabía qué era el éter, pero sonaba científico, respetable y tenía un nombre molón. No hace falta más.

El éter luminífero fue una hipótesis postulada en el siglo XIX para explicar cómo se propagaba la luz a través del vacío. Se creía que este medio invisible y omnipresente transportaba las ondas electromagnéticas, al igual que el aire transporta las ondas sonoras. Sin embargo, el famoso experimento de Michelson-Morley (1887) no detectó evidencia alguna de su existencia, para que más tarde, la teoría de la relatividad de Einstein, prescindiera por completo de este concepto.

Poco después, la electricidad, con sus relámpagos artificiales y sus misteriosas propiedades, se convirtió en la protagonista de las ficciones. Mary Shelley fue pionera con Frankenstein en 1918, donde el monstruo cobra vida mediante procedimientos eléctricos, y decenas de relatos posteriores siguieron esa senda, como The Invisible Man en 1897 y The Magnetic Monster en 1953, donde la electricidad y el magnetismo provocan alteraciones físicas y catástrofes. Hoy son plenamente comprendidos dentro de las ecuaciones de Maxwell. Fueron en su día fenómenos tan misteriosos como fascinantes. Antes de la llegada de la física moderna, el magnetismo parecía una fuerza invisible capaz de mover objetos a distancia sin contacto visible, lo que en una época supersticiosa se asimiló a poderes sobrenaturales. La electricidad, con sus descargas y efectos luminosos, ofrecía un espectáculo tan incomprensible como atractivo. De ahí que Mary Shelley confiara en ella para resucitar a su criatura.

La radiactividad tomó el relevo en el siglo XX, tras el descubrimiento del radio por Marie Curie y los efectos devastadores de las primeras armas nucleares. Monstruos gigantes, mutantes y poderes sobrenaturales eran, en la ficción, consecuencia directa de la exposición a radiación. Ejemplos canónicos son Godzilla en 1954, creado tras pruebas nucleares en el Pacífico; Them! en 1954, con hormigas gigantes mutadas, o The Amazing Colossal Man en 1957, donde un soldado crece sin control tras una explosión atómica. Este fenómeno natural busca que algunos núcleos atómicos inestables emitan partículas o radiación electromagnética para alcanzar una configuración más estable. Dependiendo del tipo de partícula emitida (alfa, beta o gamma), su capacidad para penetrar materia y provocar daño biológico varía considerablemente. Aunque en la ficción se ha vinculado con mutaciones drásticas o superpoderes, en la realidad la radiactividad suele provocar daño celular, quemaduras y cáncer. Películas como Godzilla o The Amazing Colossal Man exageraron sus efectos hasta lo sobrenatural, otorgando superhabilidades o superpoderes, pero en realidad te pueden llevar a la muerte superrápido.

Aunque mucho menos científica, también existe la llamada ciencia prohibida, heredera de la alquimia medieval que aludía a conocimientos peligrosos o moralmente cuestionables, desde revivir muertos hasta fabricar vida artificial. Aunque hoy la bioética regula ciertos experimentos genéticos o médicos, en su día esa ambigüedad moral alimentó historias como Dr. Jekyll and Mr. Hyde (1886), Fausto (1808) o The Case of Charles Dexter Ward (1941), donde lo oculto y prohibido se mezcla con la química primitiva. También está la materia exótica que, en física teórica, hace referencia a tipos de materia con propiedades contrarias a las convencionales, como densidad de energía negativa o masa negativa. Aunque en algunos modelos cosmológicos se propone su existencia su realidad está muy lejos de haberse demostrado. En la ficción, cómo no, esta ‘materia imposible’ permite desde viajes espaciales instantáneos hasta crear burbujas de tiempo, como las que se sugieren en obras de Lovecraft, The Call of Cthulhu o The Shadow Out of Time y en películas modernas de ciencia especulativa.

Posteriormente empezaron a salir a la palestra conceptos como se popularizaron conceptos como la cuarta dimensión, viajes en el tiempo o los universos paralelos en la literatura pulp de los años 30 y 40. Obras como The Time Machine (1895) y At the Mountains of Madness (1936) de Lovecraft exploraban esos conceptos aún sin base experimental. Ahora, de manera orgánica, toca cuántica. Como persona que la ha estudiado estoy seguro de que si la gente sin nociones académicas sobre este campo de la ciencia supiera cómo funciona, recurriría más a ella para la ficción. Su complejidad, su fama de impredecible y su lejanía de la experiencia cotidiana la convierten en el comodín perfecto.

Series, películas y novelas se amparan en conceptos reales pero enormemente tergiversados como superposición, entrelazamiento o decoherencia para justificar paradojas, resurrecciones y portales interdimensionales, y seamos sinceros, cuela perfectamente. No hay nadie que diga que es cierto ni nadie que diga que es falso. Sólo es ficción y espero con ansia cuál será el siguiente recurso para justificar fenómenos científicamente inexplicables. Tengo clara cual sería mi proposición: gnomos moviendo palancas.

 La ciencia que se usaba en la ficción antes de la cuántica  

No concibo la vida sin obras de ciencia ficción. Desarrollar un mundo con sus propias reglas, física, química, biología y que todo tenga un sentido es hartamente complicado, pero cuando se consigue, es para sentarte lentamente en el sofá, acomodar tu espalda en el respaldo, respirar hondo y murmullar: «Hoy la vida merece absolutamente la pena».

A veces, al inventarse uno sus propias restricciones, se pueden usar conceptos científicos que la comunidad científica aún emplea como elucubraciones o protoexplicaciones, pero oye, es ficción y las reglas las pones tú. Hoy día, por ejemplo, la palabra ‘cuántica’ está a la orden del día. Superpoderes otorgados por partículas cuánticas, viajes interplanetarios por conductos interdimensionales a los que se accede por interacción cuántica u optar a un crédito hipotecario para un piso de periferia de 32 metros cuadrados con un aval cuántico otorgado por dos gluones que te atarán durante 30 años a ellos no es una historia descabellada. Hoy día, casi se podría decir que la cuántica y la ficción van corriendo por el campo cogidas de la mano. Pero ese es el matiz, hoy día.

Casi se podría decir que la cuántica y la ficción van corriendo por el campo cogidas de la mano

Hace más de un siglo, cuando la mecánica cuántica ni se había formulado, otras ideas ocupaban ese papel: el éter luminífero que lo permeaba todo; la electricidad como fuerza casi sobrenatural o la radiactividad como fuente de poderes inimaginables. Incluso antes, la alquimia y los conocimientos prohibidos servían de base para explicar resurrecciones, maldiciones o invenciones imposibles. El ser humano necesita imaginar y aquellas personas con la capacidad de contar historias que nos permitan hacerlo tenían como recurso la ciencia de su actualidad, pero a medida que la frontera de lo conocido se desplaza, los escritores y guionistas renuevan su repertorio de excusas con recursos pseudocientíficos. Y no me parece nada mal mientras se siga asumiendo que es ficción.

La inspiración para este artículo vino, como no, en el momento más inesperado. Estaba viendo la nueva serie de Netflix de Devil May Cry cuando, en un impasse de falta de atención porque tengo un grave problema para centrarme en una única cosa, cogí el móvil para escrollear sin ningún fin. En ese momento me encontré una story del divulgador científico Quantum Fracture, que recientemente había estrenado en YouTube un nuevo vídeo sobre Microsoft y su ‘nuevo avance’ en ordenadores cuánticos, los fermiones de Majorana. Esa story hilaba con otra de la divulgadora científica Andrea Peralta, conocida como Andrea Espin-Orbita, entrevistando a Ramón Aguado, investigador científico en el Instituto de Ciencia de Materiales de Madrid (ICMM-CSIC) hablando también, precisamente, sobre los fermiones de Majorana. 

Póster promocional de la serie de Netflix 'Devil May Cry'
Póster promocional de la serie de Netflix ‘Devil May Cry’
Netflix

Si a estos acontecimientos le sumamos que alcé la vista a la televisión y en Devil May Cry mencionaron que se había creado un portal interdimensional con no-sé-qué partículas cuánticas para que los demonios pudieran llegar a nuestra realidad, mis siete neuronas y media chocaron los cinco y me pregunté: “Con toda la obsesión que hay por la cuántica para usarlas en ordenadores cuánticos y obras de ficción, ¿qué se usaba antes de descubrirla para intentar razonar fenómenos muy particulares?”.

La historia de la ciencia ficción está íntimamente ligada a la percepción popular de la ciencia de su tiempo. A finales del siglo XIX, cuando aún no se conocían las partículas subatómicas ni se había refutado la existencia del éter, este último era considerado el medio perfecto para justificar cualquier fenómeno extraño. Así, en novelas como The First Men in the Moon en 1901 de H.G. Wells, una sustancia llamada ‘Cavorite’ anulaba la gravedad al bloquear el éter terrestre. Nadie sabía qué era el éter, pero sonaba científico, respetable y tenía un nombre molón. No hace falta más.

El éter luminífero fue una hipótesis postulada en el siglo XIX para explicar cómo se propagaba la luz a través del vacío. Se creía que este medio invisible y omnipresente transportaba las ondas electromagnéticas, al igual que el aire transporta las ondas sonoras. Sin embargo, el famoso experimento de Michelson-Morley (1887) no detectó evidencia alguna de su existencia, para que más tarde, la teoría de la relatividad de Einstein, prescindiera por completo de este concepto.

Experimento de Michelson y Morley para la detección del éter
Experimento de Michelson y Morley para la detección del éter
Encyclopedia Britannica

Poco después, la electricidad, con sus relámpagos artificiales y sus misteriosas propiedades, se convirtió en la protagonista de las ficciones. Mary Shelley fue pionera con Frankenstein en 1918, donde el monstruo cobra vida mediante procedimientos eléctricos, y decenas de relatos posteriores siguieron esa senda, como The Invisible Man en 1897 y The Magnetic Monster en 1953, donde la electricidad y el magnetismo provocan alteraciones físicas y catástrofes. Hoy son plenamente comprendidos dentro de las ecuaciones de Maxwell. Fueron en su día fenómenos tan misteriosos como fascinantes. Antes de la llegada de la física moderna, el magnetismo parecía una fuerza invisible capaz de mover objetos a distancia sin contacto visible, lo que en una época supersticiosa se asimiló a poderes sobrenaturales. La electricidad, con sus descargas y efectos luminosos, ofrecía un espectáculo tan incomprensible como atractivo. De ahí que Mary Shelley confiara en ella para resucitar a su criatura.

Boris Karloff, en el 'Frankenstein' de James Whale.
Boris Karloff, en el ‘Frankenstein’ de James Whale.
ARCHIVO

La radiactividad tomó el relevo en el siglo XX, tras el descubrimiento del radio por Marie Curie y los efectos devastadores de las primeras armas nucleares. Monstruos gigantes, mutantes y poderes sobrenaturales eran, en la ficción, consecuencia directa de la exposición a radiación. Ejemplos canónicos son Godzilla en 1954, creado tras pruebas nucleares en el Pacífico; Them! en 1954, con hormigas gigantes mutadas, o The Amazing Colossal Man en 1957, donde un soldado crece sin control tras una explosión atómica. Este fenómeno natural busca que algunos núcleos atómicos inestables emitan partículas o radiación electromagnética para alcanzar una configuración más estable. Dependiendo del tipo de partícula emitida (alfa, beta o gamma), su capacidad para penetrar materia y provocar daño biológico varía considerablemente. Aunque en la ficción se ha vinculado con mutaciones drásticas o superpoderes, en la realidad la radiactividad suele provocar daño celular, quemaduras y cáncer. Películas como Godzilla o The Amazing Colossal Man exageraron sus efectos hasta lo sobrenatural, otorgando superhabilidades o superpoderes, pero en realidad te pueden llevar a la muerte superrápido.

Detalle de uno de los carteles promocionales de 'Godzilla' versión 2014
Detalle de uno de los carteles promocionales de ‘Godzilla’ versión 2014
Warner Bros.

Aunque mucho menos científica, también existe la llamada ciencia prohibida, heredera de la alquimia medieval que aludía a conocimientos peligrosos o moralmente cuestionables, desde revivir muertos hasta fabricar vida artificial. Aunque hoy la bioética regula ciertos experimentos genéticos o médicos, en su día esa ambigüedad moral alimentó historias como Dr. Jekyll and Mr. Hyde (1886), Fausto (1808) o The Case of Charles Dexter Ward (1941), donde lo oculto y prohibido se mezcla con la química primitiva. También está la materia exótica que, en física teórica, hace referencia a tipos de materia con propiedades contrarias a las convencionales, como densidad de energía negativa o masa negativa. Aunque en algunos modelos cosmológicos se propone su existencia su realidad está muy lejos de haberse demostrado. En la ficción, cómo no, esta ‘materia imposible’ permite desde viajes espaciales instantáneos hasta crear burbujas de tiempo, como las que se sugieren en obras de Lovecraft, The Call of Cthulhu o The Shadow Out of Time y en películas modernas de ciencia especulativa.

Posteriormente empezaron a salir a la palestra conceptos como se popularizaron conceptos como la cuarta dimensión, viajes en el tiempo o los universos paralelos en la literatura pulp de los años 30 y 40. Obras como The Time Machine (1895) y At the Mountains of Madness (1936) de Lovecraft exploraban esos conceptos aún sin base experimental. Ahora, de manera orgánica, toca cuántica. Como persona que la ha estudiado estoy seguro de que si la gente sin nociones académicas sobre este campo de la ciencia supiera cómo funciona, recurriría más a ella para la ficción. Su complejidad, su fama de impredecible y su lejanía de la experiencia cotidiana la convierten en el comodín perfecto. 

Series, películas y novelas se amparan en conceptos reales pero enormemente tergiversados como superposición, entrelazamiento o decoherencia para justificar paradojas, resurrecciones y portales interdimensionales, y seamos sinceros, cuela perfectamente. No hay nadie que diga que es cierto ni nadie que diga que es falso. Sólo es ficción y espero con ansia cuál será el siguiente recurso para justificar fenómenos científicamente inexplicables. Tengo clara cual sería mi proposición: gnomos moviendo palancas.

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