Comen poco, ríen flojito y no se relacionan. Así fue como mi amiga definió un grupo de gente que sospechaba que era rica. Susurraban apartados en una esquina del salón donde se celebraba la boda; era a finales de junio, así que todos dimos barra libre a la euforia por la llegada del calor y el contrato matrimonial. Excepto aquellas cuatro personas vestidas de diseñador que habían decidido retirarse a un lado, sucumbidas a unos modales que, pese a sugerir educación preventiva, dejaban entrever una enfermiza celosía de la propia intimidad y una gran fantasía de control.
Esta desvinculación radical de los ricos con el resto de los mortales permite un hedonismo no solamente insólito, sino también inmoral, secreto y sin consecuencias
Comen poco, ríen flojito y no se relacionan. Así fue como mi amiga definió un grupo de gente que sospechaba que era rica. Susurraban apartados en una esquina del salón donde se celebraba la boda; era a finales de junio, así que todos dimos barra libre a la euforia por la llegada del calor y el contrato matrimonial. Excepto aquellas cuatro personas vestidas de diseñador que habían decidido retirarse a un lado, sucumbidas a unos modales que, pese a sugerir educación preventiva, dejaban entrever una enfermiza celosía de la propia intimidad y una gran fantasía de control.
Al día siguiente, Barcelona seguía con su bochorno de siempre: los turistas. Atravesada por desfiles de móviles, gorras y pasos a ritmo caribeño que ya no sorprenden a nadie porque llevan años siendo vaticinados con manifestaciones y pintadas callejeras. Probablemente, esta sensación de asfixia no era compartida por aquellos pijos con los que la noche anterior no habíamos logrado cruzar mirada, porque para ellos éramos invisibles pese a hacer el baile del robot en medio del festejo.
Y es que, detrás del gran lamento por la guirilandia barcelonesa en verano, cabe hacerse la siguiente pregunta: ¿quiénes son los que la sufren? ¿Los que casi a diario atropellan a holandeses que no respetan los semáforos, o los que brindan en los reservados de restaurantes de etiqueta? ¿Los que les indican dónde está tal museo con muchas señas y poco inglés, o los que duermen la siesta en un velero amarrado en su cala privada?
Pues, efectivamente, los que en el casamiento se zampan los canapés de tres en tres y charlan con desconocidos hasta en la cola del baño; los mismos que agradecen el aire acondicionado del transporte público en hora punta, los que padecen insomnio por los gritos de borrachos que se cuelan por las ventanas abiertas o los que nunca tendrán el capital suficiente para comprarse ni medio desván de un chalet en el Empordà.
Esta masa amorfa y homogénea de vecinos a la que pertenecemos es incapaz de vislumbrar quiénes mueven los hilos de esta feria accesible y engorrosa a pie de calle, especialmente para nuestros a priori odiados visitantes lowcosters. No porque seamos ciegos, sino porque se retiran en lo alto de la colina. Abrazados bajo un ideal de ocio que, en palabras de Richard Branson, propietario del resorte de lujo para la ultraélite Necker Island, consiste en aislarse de la morralla para que uno pueda desarrollarse plenamente.
Esta desvinculación radical con el resto de los mortales permite un hedonismo no solamente insólito, sino también inmoral, secreto y sin consecuencias, tal y como venimos leyendo desde hace tiempo en la ostentación de herederos privilegiados en la costa amalfitana de El talento de Mr. Ripley, en el homicidio de un refugiado sirio a manos de unas niñas de papá en la Hydra de Perversas Criaturas de Lawrence Osborne, o en la tensión sexual aristocrática en la calamidad de una ostentosa villa francesa en Nadando a casa de Deborah Levy.
En estos días en que se cierran maletas con las ansias no solamente de marcharse a otro lugar, sino también de dar la espalda todo lo que a uno repugna de su hábitat natural, puede ser interesante recordar que a veces creemos reconocer al supuesto enemigo porque ambos pisamos el mismo suelo y, por lo tanto, podemos luchar contra cuerpo a cuerpo. Pero, en ciudades vendidas sin límites ni criterio al turismo, no hay extranjero más peligroso que aquel paisano millonario que niega vincularse con toda comunidad, salvo la que ha creado a su antojo y para su satisfacción personal. Con el sudor del resto.
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