Anita llega a la cita en autobús después de dos horas de trayecto, a punto de ser impuntual. A las tres de la tarde pulsa el timbre de un chalé a las afueras de Villanueva de la Cañada. La dueña de la casa —una mujer con una especie de empresa que hace de mediadora entre otras mujeres sin papeles que buscan trabajo como empleadas del hogar y los empleadores— le da paso amablemente y le ofrece un vaso de agua antes de ponerse “rígida”. Anita miente durante la entrevista de trabajo como miente casi siempre que le preguntan su edad. Dice que tiene diez años menos de los que en realidad tiene: 61. “A las mayores nos descartan rápido”, apunta ella.
Hace dos meses Anita dejó un empleo sin vacaciones pagadas y solo una tarde de descanso a la semana. Ha vivido en albergues para sin techo y en la T1 de Barajas
Anita llega a la cita en autobús después de dos horas de trayecto, a punto de ser impuntual. A las tres de la tarde pulsa el timbre de un chalé a las afueras de Villanueva de la Cañada. La dueña de la casa —una mujer con una especie de empresa que hace de mediadora entre otras mujeres sin papeles que buscan trabajo como empleadas del hogar y los empleadores— le da paso amablemente y le ofrece un vaso de agua antes de ponerse “rígida”. Anita miente durante la entrevista de trabajo como miente casi siempre que le preguntan su edad. Dice que tiene diez años menos de los que en realidad tiene: 61. “A las mayores nos descartan rápido”, apunta ella.
—¿Tienes familia en Madrid?—, se interesa la señora de la casa.
—No. No tengo que salir a ver a nadie—, responde Anita, quien confiesa que esta es una de las cuestiones que más preocupan a los que andan buscando una interna.
Para saber si está capacitada, acto seguido Anita se enfrenta a dos pruebas. La primera es limpiar el baño: espejos, lavabo, ducha y retrete incluidos. Lo hace bien y la señora de la casa la felicita. Anita llega confiada a la prueba del planchado. La señora le prepara dos camisas —una clara y una oscura— y un pantalón. A Anita el planchado se le da “regular” y en general no le pone muchas ganas porque es algo que, a diferencia de la cocina, no le gusta demasiado. La señora frunce el ceño al ver el resultado. “Necesitas clases”, le recomienda antes de despedirse. “Me sorprende tanta exigencia con la ropa, parece que quieren que la cuides como si fueran reliquias”, se queja Anita. Esta ha sido una de las cinco últimas entrevistas de trabajo que Anita ha realizado desde hace dos meses.
(Anita ha pedido no dar su verdadero nombre para este reportaje y ha decidido figurar con el de su mejor amiga en Madrid).
Al día siguiente, a las nueve de la mañana, Anita se da cita como cada mañana en el comedor social Ave María. La mujer acepta agradecida —con un “muchas gracias, señora”— tres palmeritas de hojaldre con chocolate, aunque sabe que nunca se las comerá. Porque a Anita, que come de lo que le dan los demás, le preocupa mucho su alimentación desde que le dijeron que tenía el hígado graso, allá en Venezuela, un año antes de emigrar a España en marzo de 2024. A Venezuela llegó con 19 años desde Perú, su país natal. Esa fue la primera vez que empezó de cero. Al final de este día junto a Anita, cuando le llame su hija mayor mientras ella llega al aeropuerto de Barajas para dormir, ella le dirá que guardó las palmeritas en su trastero de Carabanchel, “para que estén bien fresquitas”, por si en los próximos días se las puede ofrecer a alguien, “tal vez”, al empleador que le dé un trabajo como sirvienta, que es lo que Anita, de 61 años, busca desde que se levanta hasta que se acuesta.
En esta búsqueda Anita no come apenas, porque casi siempre le dan bocadillos y el pan si no es integral no le sienta muy bien. Se nutre sobre todo de fruta y yogures que va consiguiendo en los comedores sociales o en las iglesias. “Hambre no estoy pasando”, dice Anita al guardarse las palmeritas en la mochila. “Vamos a buscar trabajo”, anuncia una vez sale del comedor de la parroquia, en la plaza Jacinto Benavente, cuando todavía quedan 200 personas más como Anita por atender.

Los días de Anita se parecen mucho unos a otros desde que el pasado 26 de marzo le dijera “basta” a la señora de 95 años para la que trabajaba como interna en una zona noble de Madrid que no quiere especificar. “Cuando me contó que podía cogerme dos semanas de vacaciones en verano pero que no me las iba a pagar, decidí marcharme. No tenía plan B. Pensaba que no me costaría encontrar otro empleo con condiciones más dignas porque ese primero me salió medio fácil”, asegura Anita, quien percibía 800 euros al mes por trabajar de lunes a domingo por la mañana, con solo una tarde libre a la semana. “Se me está demorando demasiado”, añade. Anita renunció y se marchó al albergue Puerta Abierta de la calle Pinar de San José, donde estuvo acogida varios días hasta que finalizó la Campaña de Frío el día 31 de ese mismo mes.
Para buscar trabajo Anita llega a los sitios siempre por el camino más largo: en transporte público. De media recorre 50 o 60 kilómetros al día, lo que le implica entre todos sus desplazamientos más de cuatro horas a bordo de trenes y autobuses. En esta búsqueda de empleo, ha probado distintas fórmulas, aunque lo que según ella funciona mejor es el boca a boca. De antemano, descarta poder aspirar a nada que no sea estar interna en una casa al cuidado de alguien. “Sin papeles, con 61 años y sin formación, que me digan qué trabajo más puedo hacer”, declara. Una de las cosas que intentó estos meses fue acudir a las loterías que se celebran en parroquias como la de Nuestro Sagrado Corazón en Pío XII donde los martes a primera hora unas 40 personas entre las 300 que se presentan, son agraciadas con entrar en una bolsa de empleo para empleados del hogar. Anita nunca eligió el número de la fortuna. “Yo me estoy guiando por lo que me dicen mis compañeras del centro de Atención a la Mujer, allí nos pasamos las ofertas unas a otras y vamos consiguiendo entrevistas”, cuenta Anita.

El centro Atención a la Mujer, ubicado a cien metros de la Plaza Mayor, es su lugar de referencia. Está gestionado por Cáritas. Allí recibe asesoramiento de trabajadoras sociales o charlas sobre duelo migratorio. También puede ducharse y lavar la ropa una vez a la semana, y de vez en cuando recibe también algo de alimento. Lo más importante es que ha tejido una pequeña red de contactos con mujeres en situaciones similares. Así logró, entre otras, la que consideraba su gran oportunidad: el examen en Villanueva de la Cañada.
Anita no salió convencida del encuentro y cree que nunca la van a llamar. Hace evidente su preocupación cuando recuerda el tiempo exacto que lleva en paro: “dos meses y cuatro días”. Una vez descartada la opción de Villanueva de la Cañada, Anita empieza a dudar sobre si aceptar o no otra oferta que tiene sobre la mesa y que le llegó también por una compañera. En principio eran 1.000 euros repartidos entre dos internas que se encargarían de los cuidados de un señor mayor con problemas de diabetes al que hay que inyectarle insulina. Finalmente, serán solo 850 euros para la que primero se decida. El escepticismo que Anita muestra mientras deambula con su maleta por el Metro de Madrid se debe sobre todo a que de nuevo tendría apenas una tarde a la semana y ni siquiera se ha atrevido a preguntar por las vacaciones. Algo que no mejora mucho lo que ya tenía. “Creo que lo cogeré, cada propuesta que me encuentro es peor que la anterior. En el centro Atención a la Mujer me han dicho que muchas hicieron como yo, se marcharon del trabajo y… terminaron volviendo a la misma casa, sonrojadas”, manifiesta. “Voy a aceptar el trabajo, me da igual no salir los fines de semana porque lo que quiero es traer a mis hijas y mis cuatro nietos. Si me tengo que explotar me explotaré. Desde donde no lo voy a conseguir es desde el aeropuerto”, termina por decir.

En el trayecto de vuelta hasta la T-1 de Barajas, Anita hace una parada por su trastero de Carabanchel —donde tiene todas sus pertenencias— para cambiarse de ropa y guardar las tres palmeras de hojaldre con chocolate. Allí se quedarán, “bien fresquitas”. Después, Anita se marcha, perfumada y elegante, hacia Avenida de América, para subirse al autobús que la lleva al aeropuerto. Anita siempre arrastra consigo una maleta color turquesa que compró hace 14 años a través de una revista de perfumes en Caracas.
—¿Qué llevas ahí?
—Aquí llevo la cama, el pijama, y mucha fortaleza—, señala al bajarse del autocar.
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