Cuando Howard Carter descubrió la tumba de Tutankamón en 1922, no solo desenterró uno de los hallazgos arqueológicos más importantes del siglo XX, sino también la leyenda de una maldición. En los años posteriores, murieron varios miembros de la expedición en circunstancias misteriosas, lo que dio pie a décadas de teorías de todo tipo: desde venganzas sobrenaturales hasta envenenamientos por radiación. Sin embargo, la ciencia ha identificado una causa, quizá más mundana, pero igual de inquietante: un hongo.
Se trata del Aspergillus flavus, un microorganismo que habría permanecido latente durante siglos en el interior de la tumba, y que al ser expuesto al aire tras la apertura del sepulcro, liberó esporas tóxicas capaces de causar infecciones pulmonares graves, e incluso la muerte, en personas inmunodeprimidas o sin protección adecuada. Este mismo hongo también ha sido vinculado a otras aperturas funerarias letales, como la tumba del rey Casimiro IV en Polonia, cuya exhumación en los años 70 provocó la muerte de diez de los doce arqueólogos participantes.
Pero lo que parecía un agente mortal podría estar ofreciendo ahora una esperanza inesperada para la medicina. Investigadores de la Universidad de Pensilvania han descubierto que algunas moléculas producidas por el Aspergillus flavus, llamadas asperigimicinas, podrían tener un efecto anticancerígeno potente, especialmente contra ciertos tipos de leucemia.
Según los resultados, publicados en Nature Chemical Biology, estas moléculas han demostrado una eficacia comparable a la de tratamientos clásicos de quimioterapia, como la citarabina o la daunorrubicina, en pruebas de laboratorio. Algunas variantes llegaron a mejorar su acción al ser modificadas con lípidos, facilitando su penetración en las células tumorales.
De este modo, el hongo que alguna vez alimentó una leyenda de una letal maldición podría convertirse en un fármaco del futuro, capaz de bloquear el desarrollo de células malignas y abrir nuevas vías en la lucha contra uno de los tipos de cáncer más difíciles de tratar.
Una paradoja científica y cultural
Este descubrimiento no solo tiene implicaciones médicas, sino también simbólicas. Lo que fue interpretado como un castigo divino se revela ahora como una oportunidad terapéutica. “Todo lo relacionado con Egipto capta la atención, pero esta vez no es solo mito: hay ciencia detrás”, apunta el escritor Javier Sierra, quien ha seguido de cerca la historia en su espacio Lo Misterioso en Cope.
Este caso recuerda que muchas de las mayores amenazas del pasado pueden ser también fuentes potenciales de tratamiento si se investigan con el enfoque adecuado. Al mismo tiempo, plantea interrogantes sobre cuántos otros microorganismos letales, enterrados en cámaras selladas o atrapados en cuevas y fósiles, podrían esconder compuestos útiles para la medicina aún por descubrir. Esta es una región inexplorada con un potencial enorme”, concluye Qiuyue Nie, ingeniera biomolecular de la Universidad de Pennsilvania, donde se realizaron las pruebas.
Las moléculas del hongo presente en la tumba de Tutankamón exponen resultados similares a la quimioterapia.
Cuando Howard Carter descubrió la tumba de Tutankamón en 1922, no solo desenterró uno de los hallazgos arqueológicos más importantes del siglo XX, sino también la leyenda de una maldición. En los años posteriores, murieron varios miembros de la expedición en circunstancias misteriosas, lo que dio pie a décadas de teorías de todo tipo: desde venganzas sobrenaturales hasta envenenamientos por radiación. Sin embargo, la ciencia ha identificado una causa, quizá más mundana, pero igual de inquietante: un hongo.
Se trata del Aspergillus flavus, un microorganismo que habría permanecido latente durante siglos en el interior de la tumba, y que al ser expuesto al aire tras la apertura del sepulcro, liberó esporas tóxicas capaces de causar infecciones pulmonares graves, e incluso la muerte, en personas inmunodeprimidas o sin protección adecuada. Este mismo hongo también ha sido vinculado a otras aperturas funerarias letales, como la tumba del rey Casimiro IV en Polonia, cuya exhumación en los años 70 provocó la muerte de diez de los doce arqueólogos participantes.
Pero lo que parecía un agente mortal podría estar ofreciendo ahora una esperanza inesperada para la medicina. Investigadores de la Universidad de Pensilvania han descubierto que algunas moléculas producidas por el Aspergillus flavus, llamadas asperigimicinas, podrían tener un efecto anticancerígeno potente, especialmente contra ciertos tipos de leucemia.
Según los resultados, publicados en Nature Chemical Biology, estas moléculas han demostrado una eficacia comparable a la de tratamientos clásicos de quimioterapia, como la citarabina o la daunorrubicina, en pruebas de laboratorio. Algunas variantes llegaron a mejorar su acción al ser modificadas con lípidos, facilitando su penetración en las células tumorales.
De este modo, el hongo que alguna vez alimentó una leyenda de una letal maldición podría convertirse en un fármaco del futuro, capaz de bloquear el desarrollo de células malignas y abrir nuevas vías en la lucha contra uno de los tipos de cáncer más difíciles de tratar.
Este descubrimiento no solo tiene implicaciones médicas, sino también simbólicas. Lo que fue interpretado como un castigo divino se revela ahora como una oportunidad terapéutica. “Todo lo relacionado con Egipto capta la atención, pero esta vez no es solo mito: hay ciencia detrás”, apunta el escritor Javier Sierra, quien ha seguido de cerca la historia en su espacio Lo Misterioso en Cope.
Este caso recuerda que muchas de las mayores amenazas del pasado pueden ser también fuentes potenciales de tratamiento si se investigan con el enfoque adecuado. Al mismo tiempo, plantea interrogantes sobre cuántos otros microorganismos letales, enterrados en cámaras selladas o atrapados en cuevas y fósiles, podrían esconder compuestos útiles para la medicina aún por descubrir. Esta es una región inexplorada con un potencial enorme”, concluye Qiuyue Nie, ingeniera biomolecular de la Universidad de Pennsilvania, donde se realizaron las pruebas.
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